DURA COMO EL METAL

 

Así era mi abuela, muy heavy. A mediados de los años setenta yo tenía 11 años y mi hermana 9. Los agostos los pasábamos en el pueblo, en casa de los abuelos maternos, pero para mediados de mes, llegaba la "Madame", con su prole, es decir: mi tía Ángeles, la de Bruselas, pues allí emigró siendo muy joven, como tantísimos españoles. El caso es que, la semana que venían, a nosotras nos mandaban a la casa de los otros abuelos. Había que repartirse.

Para nosotras era una semana disparatada ya que esta abuela era totalmente opuesta a la otra. Nosotras entendíamos muy bien la situación y nos hacía sentir mayores e independientes, todo bien en ese aspecto, aunque lo que si echábamos en falta esos días era el tema culinario, ya que la abuela prefería ocupar el tiempo en otras faenas y, además, era devota de la Virgen del puño cerrado, no siendo mujer de misas, y guisaba rápido, repitiendo menú día tras día y, por ende, poco variaba de ingredientes. Nosotras, que éramos un poco viejovenes, no chistábamos, y nos comíamos lo que nos ponía, porque si estábamos de huéspedes en su casa, estábamos para las duras y para las maduras, y no íbamos a ir con el cuento de que la abuela no nos ponía chorizos, ni jamón, ni nos hacía la comida rica de mamá; estas cosillas se disipaban con la libertad que nos otorgaba.

La casa era grande, albergaba otra vivienda más, que antaño fue cine y salón de baile, había varios corrales y un gran poche, un pozo y un jardín. Para nosotras era un paraíso dónde perderse, nos pasábamos el día inventando mil historias. A la abuela había que entenderla, huérfana de padre y madre a los siete años, no le quedó otra que entrar a servir a tan tierna edad en casa de unos señoritos. Parió seis hijos y, entre medias, varios abortos. Mi padre, el más pequeño de sus niños, nació en junio del 1935; al año siguiente, mi abuelo partió al frente tras estallar la guerra Civil, anduvo de acá para allá, perdido por los montes, sobreviviendo, alimentándose con mondas de naranjas y ratas de campo (por Valencia anduvo antes de poder regresar). Mientras, la abuela luchaba por sacar adelante a toda la cuadrilla, ¡que no era poca! El día que el abuelo por fin pudo volver, mi padre tenía ya cinco años. Fue el primero en verlo, estaba anocheciendo y la aparición de su padre, maltrecho, envejecido, sucio, derrotado, lo asustó tanto, que salió despavorido llorando, gritando: «¡Madre, madreeee…!, ¡que viene el hombre del saco!»

La abuela era pequeña y fibrosa, muy poca cosa, decían, pero podía con todo y más. Era hiperactiva. Con los años llevó el negocio de un cine, el salón de baile, sus tierras de olivos y de cereales. Tenía energía a raudales y, no es que comiese mucho, era más bien frugal, todo lo reciclada, no tenía ajuar al uso (yo tampoco, en eso la entiendo), pues era la única mujer de la calle, si no de todo el pueblo, que a la hora de la fresca no salía con su sillita de enea para remendar, bordar, hacer ganchillo… No, ella se iba a recoger boñigas para abonar los geranios y los rosales de su jardín, un poco afeado por los botes de hojalata de las conservas de tomate que usaba a modo de macetas, pero ella era de reciclar y muy ecologista; también recogía alfalfa para alimentar a los conejos y retama para quitar el dolor de hueso. Otra cosa que también hacía era racionar el tabaco al abuelo, o le aguaba el vino, para que durase más; ella decía que mejor con agua que con gaseosa, que aflojaba la sangre...  no sé yo. La abuela era “María de los escondites”, ¡qué vicio tenía de esconder las cosas!, sobre todo las de comer, como el chocolate, que de tanto alargar la tableta acababa haciéndose rancia y blanquecina. Chocolate Pérez, bien me acuerdo. Respecto al jamón y los chorizos (sólo para eventos), tuvieron que pasar varios años para que mi prima Conchita, unos pocos años mayor que nosotras, descubriera el tesoro escondido. Casi lloramos de la emoción. Qué ratos más buenos pasamos gracias a su astucia, porque luego había que disimular la merma... pero como era de uvas a peras cuando la abuela acudía al encuentro carnal...

La abuela era muy heavy, no por vestir de negro, que era el atuendo de todas las abuelas —ella decía que el negro era muy sufrido—, menos ropa que lavar; llevaba un moño grisáceo pegado en el cogote, cual fallera manchega, dos veces al mes se lo desenrollaba para lavarse el pelo y, cuando se quitaba la última horquilla, la melena se le desparramaba hasta cubrirle las nalgas morenas y enjutas, duras, cual diosa del metal, momento mágico, nosotras como hechizadas nos quedábamos alucinadas con tal descubrimiento, la abuela se daba la vuelta y muerta de la risa nos decía: «ale, hermosas mías, ir a buscar una espuerta mientras me hago una soguetilla (trenza), que nos vamos a recoger boñigas».

No teníamos mucho y lo teníamos todo. Por cierto, cosas de la vida o de la infancia, ¡yo también soy metalera!


#historiasrurales

Comentarios

Entradas populares de este blog

TENGO UNA MANÍA