TENGO UNA MANÍA

 

Tengo una manía, costumbre, o pequeño vicio: cuando me va entrando modorra, para acelerar el sueño, me acuesto boca arriba y me dejo llevar por los recuerdos y empiezo por los muy muy lejanos... a ver como ando de memoria, muchas veces, llegando a la época de cuando tenía entre los ocho, diez u once años, me suelo recrear en los veranos que pasaba con mis padres y mis tres hermanos, en el pueblo, en casa de los abuelos;  veranos inolvidables en la manchuela, y cierto es que fueron los más maravillosos.

Yo, que soy mucho de disfrutar del buen yantar, me dejo llevar entonces por los olores y sabores de la casa bodega de mis abuelos, y me veo yendo al corral a por un par de huevos recién puestos, echando un buen chorro de aceite verde oscuro de oliva en la sartén, cortando un buen trozo de pan, pan redondito, cocido a leña en el horno de la Carmen y Feliciano... ¡Ay!, ¡qué bueno! Meriendas serias, nada de gorrinadas como el Tulicrem o sucedáneos de Nocilla. Acompañaba a mis huevos fritos con un tomate de secano bien rojo y madurado en su justo punto (yo era ya una pequeña profesional del reconocimiento tomatero), abierto en canal  y sazonado con una pizca de sal y una lluvia de aceite verde, que te quiero verde, y de postre, un buen pepino, de los que vendían los hortelanos un par de veces a la semana en la plaza del pueblo. Lo del pepino tenía su ritual, nos lo enseñó la abuela Ambrosia, entonces los pepinos tenían un sabor a pepino-pepino, y para quitar el amargor de su intenso sabor había que cortar por los dos extremos uno o dos centímetros por cada punta y restregar al ritmo de lo que duraba el rezo de: «pa’ la María, pa’ la Juana, pa’ la Andrea, si me ven que me vean, yo sigo con mi tarea…» dos veces, una por cada extremo, y empezaba a rezumar una espumilla blanca. Era el amargor que se quedaba fuera de juego, los trocitos espumosos de las puntas pepineras iban al cubo de basura orgánico, junto las pepitas y “colfas” de los melones y otros sobrantes alimenticios. Como destino final: el corral, rica comida para pollos y gallinas; entonces, ya estaba el pepino en su punto supremo, para el deleite de los pequeños y pequeñas sacerdotisas. Fíjate tú ¡qué felicidad de cuerpo!, y qué pena de no haber vuelto a deleitarme más días con esas yemas anaranjadas y doradas, con ese olor que desprendían los tomates al pasar el cuchillo por su rojo fruto, y los pepinos... ¡Ay!, ¡los pepinos!

Mi abuela ponía membrillos entre las sábanas, que dormían bien dobladas en los baúles, perfumadas por el agradable olor que desprendían. Ya quisiera el osito Mimosín. Y las lluvias veraniegas, que dejaban el inquietante olor de los campos mojados, con nuestras naricillas olisqueando cual perrillo trufero, y el peculiar olor del vino que bebían los abuelos a la hora de la comida y de la cena, cuando escanciaban la redoma sobre sus bocas abiertas como brocales de pozos. Yo los miraba ojiplática, (más de una vez los imité escondida en la alacena, con resultados funestos y con la pechera bien “remojá”); era un momento hipnótico. El olor embriagaba la cocina bodega; olores y sabores magnéticos, magníficos, potentes, imponentes, imposibles, como los nombres las abuelas: Ambrosia y Práxedes, el abuelo Terencio... y Juan José, el abuelo fumador empedernido, que se quedó tuerto por un mal sarampión, de nombre normalillo, con su olor a los Celtas cortos sin emboquillar…

Ya parece que me dormí en los laurales y hasta en el palo de un gallinero.


#historiasrurales

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